Retos como mejora continua
Retos
como mejora continua
Hay acciones en Dark Souls que no son combates
ni exploraciones. Son apuestas. Saltos al vacío con la certeza de que vas a
morir. Misiones que, de forma casi absurda, decides afrontar sabiendo de
antemano que el final será trágico… pero también glorioso.
Yo las llamo misiones suicidas.
No buscan la victoria. Buscan el botín. Porque a
veces, lo que está al otro lado del riesgo más absurdo no es un enemigo ni un
jefe, sino una recompensa. Un objeto de valor incalculable. Una pieza clave
para el futuro de tu personaje.
Hay dos momentos en particular que, para mí, lo
representan a la perfección.
El primero es la búsqueda de la Zweihander. Un
espadón gigantesco, brutal, perfecto para personajes basados en fuerza. Una de
las mejores armas del juego. El problema: su ubicación. Está en el Cementerio,
al principio del juego, rodeada de esqueletos ágiles y despiadados. No tienes
nivel. No tienes equipo. Solo tienes una opción: correr.
Bajas la colina con el corazón en un puño, esquivando
espadas, rodando entre huesos, sintiendo cómo tu barra de salud se desangra con
cada golpe. Y al fondo, entre tumbas rotas, la ves: la espada. Te lanzas sobre
ella, recoges el cuerpo y… misión cumplida. En ese instante, no importa que un
segundo después una cimitarra te atraviese por la espalda o un esqueleto
gigante te aplaste con su espada colosal. Porque mientras la pantalla se funde
en negro y aparece el temido “Has muerto”, tú sonríes. La espada está en
tu inventario.
La segunda gran misión suicida para mí es conseguir la
armadura del Caballero de Élite. La armadura está en el Bosque
Tenebroso, antes incluso de haber vencido a las Gárgolas del campanario. Entrar
ahí con bajo nivel es un suicidio anunciado. El camino está plagado de
enemigos: árboles que cobran vida, guerreros de piedra gigantes, trampas
invisibles. Todo está en tu contra. Pero el premio lo vale.
Así que entras. Deslizas los pasos con cautela,
esquivas como puedes, te lanzas de frente cuando no queda otra. Sientes cómo
los golpes te rozan el alma. Cada paso es una victoria mínima. Y cuando por fin
recoges la armadura del cadáver que reposa en la niebla, sabes que no saldrás
vivo de allí. Y no importa. Porque en tu próxima vida, serás más fuerte. Mejor
equipado. Más preparado.
Dark Souls tiene esa magia oscura: te enseña
que no todo se gana sobreviviendo. Que a veces hay que arriesgarlo todo,
incluso la vida virtual, por algo que cambiará tu destino más adelante. Que no
hay progreso sin sacrificio.
Dark Souls es un videojuego. Lo sé. Tú lo
sabes. No se juega con la vida real, ni con sangre verdadera. Y sin embargo…
¿por qué sentimos tanto cuando arriesgamos algo dentro de ese mundo? ¿Por qué
tiembla la mano antes de abrir una puerta de niebla, por qué nos sudan las
palmas antes de un combate final?
Porque, en cierto modo, refleja algo muy humano: la
necesidad de arriesgar para crecer.
En la vida real no necesitas lanzarte espada en mano
contra demonios para mejorar. No hace falta morir una y otra vez para aprender.
Pero sí necesitas salir del círculo de confort. Y eso, para muchos, es igual de
aterrador.
¿Por qué ibas a arriesgar tu comodidad, tu
estabilidad, tu “zona segura”… si ya estás bien? ¿Por qué dejar ese trabajo
estable, esa rutina conocida, ese entorno que no duele pero tampoco emociona?
La respuesta es brutalmente sencilla: porque has
venido a este mundo a hacer algo más que sobrevivir.
La vida es corta. Y mientras más tiempo pases
encerrado en lo cómodo, más pequeño se volverá ese círculo. Hasta que un día,
lo que era un refugio, se convierte en una jaula. Porque el confort sin
evolución es solo una forma elegante de rendición.
Recuerdo un momento muy concreto en Dark Souls.
Al principio del juego, si tomas el camino correcto —o incorrecto, según cómo
lo mires— puedes enfrentarte al Caballero Havel. Una mole blindada, con
un martillo colosal llamado Diente de dragón, capaz de mandarte a la
hoguera de un solo golpe.
Y ahí estás tú. Nivel bajo, armadura de trapo, arma de
juguete.
Pero si logras vencerlo —tras 20, 30 intentos, tras
estudiar sus patrones y aprender a esquivar su furia— obtienes uno de los
mejores anillos del juego: el Anillo de Havel, que aumenta tu capacidad
de carga y te permite llevar mejores armas y armaduras sin perder agilidad. Un
tesoro. Una ventaja brutal. Y está ahí, desde el principio. Solo hay que tener
el valor de ir a por él.
Eso es la vida también.
A veces se presenta una oportunidad. Brillante.
Brutal. Aterradora. Como montar tu primer negocio. Como hablar en público. Como
emprender sin experiencia, sin red, sin garantías.
Yo lo viví.
Con apenas 22 años, se me presentó una oportunidad
inesperada.
Estaba en el gimnasio de toda la vida, donde llevaba
entrenando desde los 4 años. Judo, kárate, kick boxing, ninjutsu… todo formaba
parte de mi historia. Un día, con la curiosidad encendida, le pregunté al dueño
si pensaban abrir alguna clase nueva de artes marciales, algo como Krav Maga.
Me miró y, sin pensárselo, me preguntó:
—¿Quieres montarla tú?
Me quedé en blanco. ¿Estaba preparado? No lo sabía. Me
daba miedo. Me quedé pensativo durante unos segundos y, tímidamente, dije:
—Vale… puede ser interesante.
Total, no tenía nada que perder.
Así fue como abrí mi primera escuela de artes
marciales. Un salto al vacío. Un reto enorme.
El primer obstáculo era claro: reclutar al menos diez
alumnos. Sin ellos, no habría escuela. Y ahí estaba yo, un chaval de 22 años,
estudiante de Ciencias Físicas, diseñando su primera campaña de marketing sin
tener ni idea de ventas.
Pero me lancé.
Diseñé mi primer cartel. Monté mi primer tríptico.
Salí a la calle con ellos y empecé a repartirlos a todo el que se cruzaba en mi
camino. Era un chico tímido, con dificultad para hablar en público, y sin
embargo… empecé a conectar. A tener conversaciones uno a uno. A colgar
carteles. A convencer.
Y poco a poco… llené la clase.
Pero ese solo era el primer paso.
El auténtico reto llegó la noche anterior a mi primera
clase. Estaba nervioso. Asustado. Pasé horas repasando las técnicas que iba a
enseñar, peleando mentalmente contra una vocecita que me repetía una y otra
vez: “Impostor”.
Llegó el día.
Al acercarme al aula, me impresionó ver la cantidad de
alumnos. Apenas cabíamos. Y para rematar, la mayoría eran mayores que yo. Yo
era el más joven y el más nervioso del lugar. El reto era real.
Entré. Saludé. Y solté mis primeras palabras:
—Bienvenidos a la clase de defensa personal.
Las miradas lo decían todo. Nadie esperaba que el
profesor fuera tan joven. Aunque estaba en plena forma física, mi confianza
pendía de un hilo. Hablaba demasiado rápido, me costaba vocalizar, y la timidez
me acompañaba como un cinturón apretado.
Sabía que tenía que hacer algo más. No bastaba con
enseñar bien. Tenía que ganarme el respeto de todos. Era ahora o nunca.
Tenía que arriesgarme.
Entonces lo decidí. Miré hacia los paos —esos
escudos acolchados que se usan para practicar golpes— y seleccioné al más
grande de la clase. Un hombre de unos 40 años, de 1,90 metros, más de 100 kg de
peso. Le pedí que sujetara el escudo con todas sus fuerzas porque iba a
explicar la técnica de la patada circular.
Empecé suave. Marcando el golpe, explicando el
movimiento. Él estaba tranquilo. Yo no imponía nada. Me sacaba una cabeza, casi
20 años de edad y más de 20 kilos.
Pero mi objetivo no era solo enseñar una técnica. Era
mostrar que podía ser el profesor que estaban buscando. Que mi juventud no era
un freno, sino una ventaja.
Y comencé a subir la intensidad. Poco a poco. Golpe
tras golpe. Vi cómo la expresión de mi alumno cambiaba. Su cuerpo empezó a
tensarse. La vibración ya se notaba. El golpeo empezaba a hablar.
Y entonces llegó el momento.
Como Julio César al cruzar el Rubicón, me dije: “La
suerte está echada”.
Lo miré a los ojos:
—Voy a golpear fuerte. El escudo te va a proteger, no
te haré daño. Pero ponte firme o tus propios brazos te golpearán en la cara.
Respiré hondo. Sabía que me la estaba jugando. Si
fallaba, perdía toda autoridad. Si me contenía, no demostraría nada. Y si salía
mal… podía hacerle daño a alguien.
Era todo o nada.
Lancé la patada.
El impacto fue brutal. El sonido, seco y potente,
retumbó en toda la sala. El gigante cayó al suelo.
Silencio.
Todos me miraban con los ojos muy abiertos. Nadie
hablaba.
El alumno se incorporó, mirándome con una mezcla de
asombro y respeto:
—No me puedo creer la potencia que tienes… Quiero que
me enseñes a hacer eso.
En ese preciso instante, gané el respeto de todos.
Había hecho algo difícil. Me arriesgué. Me expuse. Y
no imaginé el resultado que tendría.
Desde ese día, todos me miraban con admiración. Eso
sí… me pedían que, por favor, golpeara flojo y con la pierna menos buena.
Me había lanzado al abismo sin garantías. Había
aceptado mi propia misión suicida.
Y fui maestro de artes marciales durante 8 años.
Y lo que ocurrió después… cambió mi vida.
Aprendí a hablar ante otros. A vencer la timidez. A
explicar, a corregir, a motivar. Aprendí a vender mis servicios, a usar la
puerta fría, a promocionar mis clases. Y lo más importante: mi nivel como
artista marcial se disparó.
Porque ya no era un alumno. Era un guía. Tenía que
entender a fondo lo que enseñaba. Tenía que estar un paso por delante. Tenía
que convertirme en alguien más grande de lo que era cuando empecé.
¿Fue fácil? No.
¿Fue cómodo? Tampoco.
¿Valió la pena? Cada segundo.
Pero si esperas a que todo esté perfectamente
alineado, nunca te moverás.
La experiencia no viene antes del camino. Se forja con
cada paso incierto que das. El mundo no es rígido ni previsible. Está lleno de
sorpresas. De improvisos. De errores que enseñan más que cualquier manual.
Y ese primer salto al vacío, con el corazón temblando
y las manos sudorosas… se transforma en una historia que contar con orgullo.
Así que la próxima vez que veas una oportunidad que
parece demasiado grande, un enemigo que parece demasiado fuerte o una decisión
que parece demasiado arriesgada, recuerda esto:
El premio ya está ahí.
Solo tienes que tener el valor de morir por él
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